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lunes, 27 de agosto de 2018

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martes, 13 de febrero de 2018

Lui el desobediente

Dicen que hace muchos años, en una ciudad de Puerto Rico llamada Aibonito, vivía un matrimonio que tenía cinco hijos, dos chicas y tres chicos. La madre y las hijas se ganaban la vida trabajando como limpiadoras en casas de gente rica así que su día a día transcurría entre trapos, estropajos y lejía; mientras, el padre y los hijos varones se dedicaban a cortar leña que luego vendían a los carpinteros de la zona. Como ves, la familia al completo se esforzaba mucho para poder llevar dinero al hogar y salir adelante. Bueno, en realidad no todos arrimaban el hombro porque el hijo más pequeño llamado Lui era un vago redomado. Odiaba estudiar y hacía mucho tiempo que en la escuela no sabían nada de él. Tampoco ayudaba a cortar leña porque le parecía una tarea de lo más aburrida. A sus catorce años se pasaba el día holgazaneando sin hacer nada. Lo peor de todo era que cuando le mandaban hacer un simple recado se enfadaba y se ponía a protestar como un niño egoísta incapaz de hacer un favor. Sus padres siempre se lamentaban de su comportamiento y su mal carácter, pero lo cierto es que ya no sabían qué hacer para hacerle entrar en razón. Un día de verano, unos nubarrones negros como el carbón aparecieron en el cielo. Se avecinaba una enorme tormenta y la madre pensó que podría tener graves consecuencias. Para prevenirlas, le dijo a su hijo pequeño. – Lui, la tormenta va a estallar de un momento a otro y ya sabes que puede producir un apagón. Lo más probable es que nos quedemos sin luz. Por favor, ve a la tienda al otro lado del río y compra cinco velas y una caja de cerillas por si acaso nos hacen falta. Lui, como era habitual en él, contestó de muy malos modos a su dulce y paciente madre. – ¡Qué rollo, mamá, yo no quiero ir! – ¡Venga, Lui, no seas perezoso! Ahora el río está casi seco y no corres peligro, pero pronto comenzará a llover y se llenará de agua. Si la tormenta es muy fuerte incluso podría desbordarse e inundarlo todo ¡Debes irte cuanto antes! – ¡Menudo fastidio tener que cruzar el río ahora! – Lui, no te lo repito: ¡ponte el abrigo y vete ya! Lui se levantó de la silla refunfuñando. Salió de la casa y en ese momento empezó a llover con mucha fuerza. – ¡Vaya, justo ahora se pone a diluviar, qué asco de tiempo! Caminó un buen rato y llegó al río. Su enfado fue a más cuando vio que se había llenado de agua y la corriente era bastante fuerte. – ¡Maldita sea!… ¡Estoy calado hasta los huesos y encima tengo que meter las piernas en el agua helada! El malhumorado joven no tenía otra opción y comenzó a atravesarlo sin tan siquiera quitarse los zapatos. Total, estaba empapado ya… El agua le llegaba a la altura de las rodillas y tenía que ir agarrándose a las ramas y las rocas que sobresalían en la superficie. – ¡Qué encargo tan desagradable!… ¡Odio tener que hacer esto! Había cruzado la mitad de río cuando sobre su cabeza apareció un inmenso pajarraco negro que abrió las garras, lo sujetó por la camisa y lo elevó por los aires como si fuera una presa de caza. El muchacho, al verse colgado a muchos metros de altura, comenzó a gritar aterrorizado. – ¡Socorro! ¡Auxilio, que alguien me ayude! ¡Socorrooooo! Una mujer que casualmente pasaba por allí escuchó los alaridos, miró hacia arriba y vio a Lui colgado de las patas de un ave gigantesca, bamboleándose como si fuera un muñeco de trapo. La señora empezó a gritar como loca: – ¡Eh, tú, pájaro bribón, suelta al chico! ¡Suéltalo ya que se va a caer! El pájaro se asustó al oír las voces, pegó un respingo y sin darse cuenta abrió las garras. ¡El pobre Lui empezó a descender a una velocidad vertiginosa! Durante unos segundos pensó que su vida había llegado al final, pero justo antes de estamparse un milagro sucedió: en vez de caer al suelo lo hizo sobre unas zarzas, lo más parecido que había por allí a un colchón. El tortazo fue colosal y se hizo unos moratones de campeonato, pero gracias a la fortuna de caer en blando logró salvar el pellejo. La mujer, que lo había visto todo, fue a pedir ayuda. A pesar del tremendo aguacero que estaba cayendo enseguida acudieron varios vecinos del pueblo que, demostrando una gran solidaridad, sacaron a Lui del matorral donde estaba enredado y lo llevaron a casa en brazos. Lui estaba muy dolorido, se encontraba fatal. Su madre lo secó con una toalla, lo acostó con mucho cuidado en la cama, desinfectó una a una las heridas de su cuerpo y al terminar le preparó un plato de caldo calentito. Después, dejó que durmiera unas cuantas horas para que poco a poco fuera recuperándose. Cuando Lui se despertó, vio a su maravillosa madre sentada sobre su cama, a su lado, acariciándole la mano con ternura. – Mamá, gracias por ser tan buena conmigo. Yo, en cambio, siempre he sido un gandul y un ingrato… Me he portado fatal con vosotros y no os lo merecéis. A partir de ahora seré un buen chico y os ayudaré en todo. Te lo prometo, mamá. Su madre lo besó en la frente porque sabía que lo decía con el corazón. Lui había aprendido la lección.
 

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